Nacho Vegas

"Tracé un ambicioso plan, consistía en sobrevivir". NACHO VEGAS.

domingo, 17 de enero de 2016

ALBUM DE FOTOS.

Jorge Manrique.




Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

                          Coplas a la muerte de su padre.

Garcilaso de la Vega.


Escrito está en mi alma vuestro gesto,
y cuanto yo escribir de vos deseo;
vos sola lo escribisteis, yo lo leo
tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto;
que aunque no cabe en mí, cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;
mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;
por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.

                                                 Soneto V.

Tirso de Molina.



Al molino del amor
alegre la niña va
a moler sus esperanzas;
quiera dios que vuelva en paz;
en la rueda de los celos 
el amor muele su pan,
que desmenuza la harina,
y la saca candeal.

                         Fragmento de Al molino del amor.

Miguel de Cervantes.


Busco en la muerte la vida,
salud en la enfermedad,
en la prisión libertad,
en lo cerrado salida
y en el traidor lealtad.
Pues mi suerte, de quien
jamás espero algún bien, 
con el cielo ha estudiado,
que pues lo imposible pido,
lo posible aun no me den.

Lope de Vega.



Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño:
esto es amor: quien lo probó lo sabe.

                                   Soneto 126.

Calderón de la Barca.


¿Qué es la vida?
Una ilusión, una sombra, una ficción, 
y el mayor bien es pequeño, 
pues toda la vida es sueño 
y los sueños, sueños son.

    Fragmento de La vida es sueño.

Francisco de Quevedo.


Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

Luis de Góngora.


Ninfa, de Doris hija, la más bella,
adora, que vio el reino de la espuma.
Galatea es su nombre, y dulce en ella
el terno Venus de sus Gracias suma.
Son una y otra luminosa estrella
lucientes ojos de su blanca pluma:
si roca de cristal no es de Neptuno,
pavón de Venus es, cisne de Juno.

        Fragmento de la Fábula de Polifemo y Galatea.

Sor Juana Inés de la Cruz.


Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor hallo diamante;
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata
y mato a quien me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo:
si ruego aquél, mi pundonor enojo:
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo por mejor partido escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.

San Juan de la Cruz.



Quedéme y olvidóme,
el rostro recliné sobre el Amado;
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.

                Fragmento de Noche oscura del ama.

Fray Luis de León.


Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo, 
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.

          Fragmento de Oda a la vida retirada.

Santa Teresa de Jesús.


Veis aquí mi corazón,
yo lo pongo en vuestra palma,
mi cuerpo, mi vida y alma,
mis entrañas y afición;
dulce Esposo y redención,
pues por vuestra me ofrecí:
¿qué mandáis hacer de mí?

            Fragmento de Vuestra soy, para vos nací.

Melchor Jovellanos.


Bien están los buenos pensamientos, pero resultan tan livianos como burbuja de jabón, si no los sigue el esfuerzo para concretarlos en acción.

                                    Fragmento de A Batilo.

Leandro Fernández de Moratín.


Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece, y éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba...¡Ay de aquellos que lo saben tarde!

                               Fragmento de El sí de las niñas.

José Cadalso.


¡Qué noche! La oscuridad, el silencio pavoroso, interrumpido por los lamentos que se oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de mi corazón. El cielo también se conjura contra mi quietud, si alguna me quedara. El nublado crece. La luz de esos relámpagos...¡qué horrorosa! Ya truena. Cada trueno es mayor que el que le antecede, y parece producir otro más cruel. El sueño, dulce intervalo en las fatigas de los hombres, se turba. El lecho conyugal, teatro de delicias; la cuna en que se cría la esperanza de la casa; la descansada cama de los ancianos venerables; todo se inunda en llanto..., todo tiembla. No hay hombre que no se crea mortal en este instante... ¡Ay si fuese el último de mi vida cuán grato sería para mí! ¡Cuán horrible ahora! ¡Cuán horrible! Más lo fue el día, el triste día que fue la causa de la escena en que ahora me hallo.

                                     Fragmento de Noches lúgubres.

Mariano José de Larra.


Un pueblo no es independiente cuando ha sacudido las cadenas de sus amos, empieza a serlo cuando se ha arrancado de su ser los vicios de la vencida esclavitud, y para patria y vivir nuevos, alza e informa conceptos de la vida radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado, a las memorias de debilidad y de lisonja que las dominaciones despóticas usan como elemento de dominio sobre los pueblos esclavos.

José de Espronceda.


Una misma es nuestra pena, 
en vano el llanto contienes...,
tú también, como yo, tienes
desgarrado el corazón.

Fragmento de A Jarifa en una orgía.

José Zorrilla.


Callad, por dios, ¡oh, don Juan!,
que no podré resistir 
mucho tiempo sin morir
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos, me parece 
que mi cerebro enloquece,
y se arde mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poséis, don Juan,
un misterioso amuleto
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora,
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, 
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan, en poder mío
resistirme no está ya:
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan!, ¡don Juan! yo lo imploro
de tu hidalga compasión
o arráncame el corazón
o ámame, porque te adoro.

  Fragmento de Don Juan Tenorio.

Gertrudis Gómez de Avellaneda.


No existe lazo ya: todo está roto,
plugóle al cielo así: ¡bendito sea!
Amargo caliz con placer agoto,
mi alma reposa al fin, nada desea.

Te amé, no te amo ya, piénsolo al menos,
¡nunca, si fuera error, la verdad mire!
Que tantos años de amargura llenos
trague el olvido: el corazón respire.

Lo has destrozado sin piedad, mi orgullo
una vez y otra vez pisaste insano.
Mas nunca el labio exhalará un murmullo
para acusar tu proceder tirano.

De graves faltas vengador terrible, 
dócil llenaste tu misión. ¿Lo ignoras?
No era tuyo el poder que irresistible
postró ante ti mis fuerzas vencedoras.

Quísolo Dios y fue, ¡gloria a su nombre!
Todo se terminó, recobro aliento.
¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre.
Ni amor ni miedo al contemplarte siento.

Cayó tu cetro, se embotó tu espada.
Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro.
Hice un mundo de ti que hoy se anonada
y en honda y vasta soledad me miro.

¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aún tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño eterno.

         A él.


Gustavo Adolfo Bécquer.


Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...
¡hoy creo en Dios!

                                                    Rima XVII.

Rosalía de Castro.


Hora tras hora, día tras día,
entre el cielo y la tierra que quedan
eternos vigías,
como torrente que se despeña,
pasa la vida.

Devolvedle a la flor su perfume
después de marchita;
de las ondas que besan la playa
y que una tras otra besándola expiran.
Recoged los rumores, las quejas,
y en planchas de bronce grabad su armonía.

Tiempos que fueron, llantos y risas
negros tormentos, dulces mentiras,
¡ay!, ¿en dónde su rastro dejaron,
en dónde, alma mía?

        Hora tras hora, día tras día.

Juan Valera.


Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.
Yo no estreché la suya; ella no estrechó la mía pero las conservamos unidas un breve rato.
En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.
Había adivinado toda mi lucha interior; presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible.

                                   Fragmento de Pepita Jiménez.

Benito Pérez Galdós.


Por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela.

Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado: otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquel bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no deseé terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste estar una docena de personas mirándose a las caras sin decirse palabra y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares y éste o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa. Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. ¡Entran, salen: nacen, mueren...! ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después! Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes personas, y nos agrada su aspecto y hasta los vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior, sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro: siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos. 
                      
                                      La novela en el tranvía.

Leopoldo Alas Clarín.


Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolos del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que ya no había servido para uno y que ya no podía servir para otro.

                                          Fragmento de La Regenta.

Emilia Pardo Bazán.


Mitades de una gota de rocío
con que el mar, al beberla,
en lo profundo de su seno frío
cuaja una sola perla;
átomos del perfume de la rosa
que el viento mece unido;
notas que vibra el arpa melodiosa
iguales en sonido;
estrellas dobles que en el alto cielo 
una órbita describen;
almas gemelas que en el triste suelo
de un pensamiento viven;
esto sin duda son los que se quieren 
su fe guardando entera,
y acaso pasarán cuando aquí mueran
a amarse en otra esfera.

              Almas gemelas.

Vicente Blasco Ibáñez.


En el inmenso valle, los naranjos como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados de vegetación menos obscuras, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar al cielo cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa, entre macizos de jardinería; blancas alquerías ocultas tras el verde bullir de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, todo ello de un color mate de huevo, acribillado de ventanitas, como raído por una viruela de negros agujeros. Más allá, Cargagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré, y en el extremo opuesto los pueblos de la Ribera alta, flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, las lejanas montañas de tono violeta, y el sol que comenzará a descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante fuego.

Fragmento de Entre Naranjos.

Jacinto Benavente.


¡Quién retiene el amor cuando se aleja!

Tanto es mi amor, por todos mis amores,
que en el jardín de la existencia mía
a verlas marchitarse día a día
preferí siempre deshojar sus flores.

Cuanto más encendidos sus colores
mueran en su triunfante lozanía,
más triste que la muerte es la agonía
de un amor entre dudas y temores.

Triste fin de un amor, cuando engañoso
quiere fingir que a su pesar nos deja,
y más ofende, cuanto más piadoso.

¿Y qué logrará la importuna queja
del ofendido corazón celoso?
¡Quién retiene el amor cuando se aleja!

                ¡Quién retiene el amor cuando se aleja!

Juan Ramóm Jiménez.


Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostálgico.

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.

                                           El viaje definitivo.

Antonio Machado.


A un olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.

No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.

Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.

Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

                                  A un olmo seco.

Miguel de Unamuno.


Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único constante compañero
labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo
apurar de mi negra sangre, quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía
mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga
sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.

                                              A mi buitre.

Pío Baroja.


Locura, humor, fantasía,
ideas crepusculares,
versos tristes y vulgares,
eterna melancolía,
angustias de hipocondría, 
soledad de la vejez,
alardes de insensatez,
arlequinada, zozobra,
rapsodias en donde sobra
y falta mucho a la vez.

Fragmento de Canciones del suburbio.

Ramón de Valle Inclán.


Soy aquel amante
que nunca se muestra,
muda en cada instante
mi sombra siniestra.

Con el viento llego, 
y paso con él.
Soy rojo lostrego
del ángel Lúzbel.

Mi sombra nocturna
hace en ti guarida,
mi larva soturna
te goza dormida.

A tu lindo ceño
llevo la obsesión,
en tu blanco sueño 
soy la Tentación.

Soy aquel amante 
que la voz no nombra,
mi sombra va errante
en pos de tu sombra.

¡Turbulenta avispa
que vuela en tu flor,
soy la roja chispa
del yunque de Thor!

De tu clara frente
me oculto en el muro,
como la serpiente
del enigma obscuro.

Soy en tu conciencia
la interrogación
a la triste ciencia 
del rey Salomón.

Sobre tu blancura
paloma benigna,
de mi mordedura 
dejaré el estigma.

El pecado enrama
mi testa. El laurel
del mundo es mi llama,
soy luz de Lúzbel.

Mi frente sañuda
sostiene el abismo,
el tiempo me muda, 
y soy siempre el mismo.

Cabalgo en el viento,
con el viento voy,
a tu pensamiento
mi forma le doy.

Profano lascivo
tu virgen entraña,
soy el negro chivo
y tú mi montaña.

Apaga mi aliento
tu roca de luz,
está tu cimiento
sobre mi testuz.

Soy el negro dueño
del abracadabra,
y trisca en tu sueño
mi pata de cabra.

Como el enemigo,
en tu sueño estoy,
te gozas conmigo...
¡Soy el que no soy!

                       Rosa de Belial.

Ortega y Gasset.


Jóvenes, haced política porque si no la hacéis se hará igual y posiblemente en vuestra contra.

Gregorio Marañón.


Vivir no es sólo existir
sino existir y crear,
saber gozar y sufrir
y no dormir sin soñar. 
Descansar es empezar a morir.

Gabriel Miró.


Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme. Ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul, y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. 

  Fragmento de Las cerezas del cementerio.

Ramón Pérez de Ayala.


Gran ciencia es ser feliz, engendrar la alegría, porque sin ella toda existencia es baldía.

Ramón Gómez de la Serna.



El poeta se alimenta de galletas de luna.

Si no fuésemos mortales no podríamos llorar.

Frente al "yo" y al "superyo" está "el qué sé yo".

Bilis: salsa para poder digerir la vida.

                                                        Greguerías.

Federico García Lorca.


Esta luz, este fuego que devora.
Este paisaje gris que me rodea.
Este dolor por una sola idea.
Esta angustia de cielo, mundo y hora.

Este llanto de sangre que decora
lira sin pulso ya, lúbrica tea.
Este peso del mar que me golpea.
Este alacrán que por mi pecho mora.

Son guirnalda de amor, cama de herido,
donde sin sueño, sueño tu presencia
entre las ruinas de mi pecho hundido.

Y aunque busco la cumbre de prudencia,
me da tu corazón valle tendido 
con cicuta y pasión de amarga ciencia.

                                      Llagas de amor.

Rafael Alberti.


Las tierras,  las tierras, las tierras de España,
las grandes, las solas, desiertas llanuras.
Galopa caballo cuatralbo,
jinete del pueblo, al sol y a la luna.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!


A corazón suenan, resuenan, resuenan 
las tierras de España en las herraduras.
Galopa, jinete del pueblo,
caballo cuatralbo,
caballo de espuma.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!

Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu montura.
Galopa caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
que la tierra es tuya.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!

                                                   Galope.

Miguel Hernández.


(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracoles
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra y a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofe y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte,

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de mis flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado, 
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas...
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas, 
compañero del alma, compañero.

                                          Elegía a Ramón Sijé.

Luis Cernuda.


Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido:
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

                                             Si el hombre pudiera decir.

Pedro Salinas.


Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.

              La voz a ti debida.

Gerardo Diego.


Río Duero, río Duero,
nadie a contemplarte baja;
nadie se detiene a oír 
tu eterna estrofa de agua.

Indiferente o cobarde,
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.

Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.

Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.

Quién pudiera como tú
a la vez quieto y en marcha,
cantar siempre el mismo verso 
pero con distinta agua.

Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
la eterna estrofa olvidada,

sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.

                           Romance del Duero.

Vicente Aleixandre.


Manos de amantes que murieron, recientes,
manos con vida que volantes se buscan
y cuando chocan y se estrechan encienden
sobre los hombres una luna instantánea.

                              Fragmento de Las manos.

Dámaso Alonso.


Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso varias horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudre más de un millón de cadáveres en la ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches? 

                                            Insomnio.

León Felipe.


Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan solo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos,
y que el miedo del hombre...
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad,
pero me han dormido con todos los cuentos...
y sé todos los cuentos.

                                   Sé todos los cuentos.

Enrique Jardiel Poncela.



Por lo breve es... el tiempo de un respiro;
un relámpago; el cruce de una estrella;
un parpadeo; un goce; una centella;
una germinación; un beso; un tiro;

un do de pecho; un brindis; un suspiro;
una flor en un búcaro; una huella;
una amistad; lo bello de una bella;
una promesa; un éxito; un ¡te admiro!;

un convertirse en público un secreto;
un pasar de cadáver a esqueleto;
un naufragio; una rúbrica; una bruma;

un rubor; un crepúsculo; un asueto;
un eclipse; una boda; un sí; una espuma;
un amor; una dicha... y un soneto.

                                   La vida.

Miguel Mihura.


Cuando yo estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía, y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciera yo y para que naciese otro señor bajito, cuyo nombre no recuerdo en este momento, y que también quería ser madrileño.
La ocurrencia de inventarlo fue de un pastor, llamado Cecilio, que una tarde, cuando paseaba por el campo llevando en brazos a sus ovejas y meciéndolas maternalmente, como entonces hacían los pastores, vio un gran terreno, todo lleno de hoyos, de agujeros, de escombros y de montoncitos de arena.
-Aquí se podría hacer Madrid, para que naciese el señor Mihura y este otro señor bajito, que nunca me acuerdo cómo se llama, y que también quiere nacer en Madrid-pensó Cecilio.
Y llamó a gritos a otro grupo de pastores, amigos suyos, a los cuales les comunicó su idea, que a todos les pareció maravillosa.
-Efectivamente-dijeron-, Madrid no está inventado todavía y sería un buen negocio inventarlo, porque a la gente lo que le gusta es vivir en Madrid y dejarse de estar en provincias, paseando como una tonta por la calle Nueva o por el Malecón, y venga a bostezar.
-¿Pero no costará demasiado caro?-expuso una oveja, inocente, blanca, llena de ricitos, y con su femenino sentido del ahorro.
-Nada de eso-afirmó Cecilio-. Lo difícil de Madrid es hacerle los agujeros, los hoyos, los montoncitos de arena. Pero como este terreno ya los tiene, lo demás no será complicado.
                                                                                                                                                                                                 Fragmento de  Mis memorias.

Miguel Delibes.



Después de cerrar la puerta, tras la última visita, Carmen recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie y parpadea varias veces como deslumbrada. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Y como no encuentra mejor cosa que decir, repite lo mismo que lleva diciendo desde la mañana: "Aún me parece mentira, Valen, fíjate; me es imposible hacerme a la idea". Valen la toma delicadamente de la mano y la arrastra, precediéndola, sin que la otra oponga resistencia, pasillo adelante, hasta su habitación. 

         Fragmento de  Cinco horas con Mario.

Carmen Laforet.



Cuando yo era la única nieta pasé allí las temporadas más excitantes de mi vida infantil. La casa ya no era tranquila. Se había quedado encerrada en el corazón de la ciudad. Luces, ruidos, el oleaje entero de la vida rompía contra aquellos balcones con cortinas de terciopelo. Dentro también desbordaba, había demasiada gente. Para mí aquel bullicio era encantador. Todos los tíos me compraban golosinas y me premiaban las picardías que hacía a los otros. Los abuelos tenían ya el pelo blanco pero eran aún fuertes y reían mis gracias. ¿Todo esto podía estar tan lejano?

                        Fragmento de Nada.

Camilo José Cela.


Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y destinarnos por sendas diferentes al mismo fin.

 Fragmento de La familia de Pascual Duarte.

Gonzalo Torrente Ballester.


La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado.

                         Fragmento de Los gozos y las sombras.

Rafael Sánchez Ferlosio.


Era ya poca la gente; no pasarían de cuarenta los que ahora, por último, se retiraban hacia lo oscuro de los árboles. Nueve personas -o sea, los dos guardias, el grupo de los cuatro nadadores, y Tito, Paulina y Sebastián- se quedaban en la orilla, junto al cuerpo de Luci, bajo la luz directa de los merenderos que llegaba hasta sus figuras, atravesando un corto trecho de agua iluminada. Los cuerpos semidesnudos, mojados todavía, se perfilaban de blanco por el costado donde la luz los alcanzaba, y eran negros por el otro costado. Se veía ya sólo seis o siete de pie en el malecón.

                                       Fragmento de El Jarama.

Blas de Otero.


Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos.

Así es, así fue. Salió una noche
echando espuma por los ojos, ebrio
de amor, huyendo sin saber adónde:
adonde el aire no apestase a muerto.

Tiendas de paz, brizados pabellones,
eran sus brazos, como llama al viento;
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.

¡Aquí! ¡Llegad! ¡Ay! Ángeles atroces
en vuelo horizontal cruzan el cielo;
horribles peces de metal recorren
las espaldas del mar, de puerto a puerto.

Yo doy todos mis versos por un hombre
en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso,
mi última voluntad. Bilbao, a once
de abril, cincuenta y uno.

A la inmensa mayoría.

Gabriel Celaya.


Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
más se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmando,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica que puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.

La poesía es un arma cargada de futuro.

José Hierro.


La poesía es como el viento,
o como el fuego, o como el mar.
Hace vibrar los árboles, ropas,
abrasa espigas, hojas secas,
acuna en su oleaje los objetos
que duermen en la playa.
La poesía es como el viento,
o como el fuego, o como el mar.
Da apariencia de vida
a lo inmóvil, a lo paralizado.

La poesía es como el viento.

Juan Goytisolo.


La belleza de la novela es inseparable de su arquitectura. Penetrar en ésta es como adentrase en un conjunto armónico, en una mansión amueblada en la que, como el París de Balzac o el Madrid de Galdós, hallamos bien dispuestos, a nuestro alcance, los distintos elementos que la componen: comedor, dormitorios, salones con sus arañas, cortinas, alfombras, sillones, sofás, retratos que parecen aguardarnos para cobrar vida, sin olvidar, claro está, sus dependencias sustraídas de ordinario o la mirada del visitante, la cocina, despensa, lavabos, trasteros, cuartos de la servidumbre, cocheras, caballerizas. Los personajes se mueven en el conjunto con familiaridad y asistimos de espectadores a sus amores y desamores, ambiciones, envidias, celos, contradicciones, mentiras, disputas, arranques de sinceridad.

Fragmento de La verdadera obra literaria no tiene prisa.

Fernando Fernán Gómez.


Pero no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la victoria.

Fragmento de Las bicicletas son para el verano.

Antonio Buero Vallejo.


No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días y los años..., sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos... ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos... Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz... y las patatas. Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado éstos últimos... ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo... perdiendo día tras día... Por eso es preciso cortar por lo sano.

                                      Fragmento de Historia de una escalera.

Ángel González.


Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo el mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinocios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y dolorosos
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda podrido entre los restos;
esto que veis aquí,
tan solo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento...

Para que yo me llame Ángel González.

José Agustín Goytisolo.


Tú no puedes volver atrás
porque la vida ya te empuja
como un ladrido interminable.


Hija mía es mejor vivir 
con la alegría de los hombres
que llorar ante el muro ciego.


Te sentirás acorralada
te sentirás perdida y sola
tal vez querrás no haber nacido.


Yo sé muy bien que te dirán
que la vida no tiene objeto
que es un asunto desgraciado.


Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.


Un hombre solo una mujer
así tomados de uno en uno
son como polvo no son nada.


Pero yo cuando te hablo a ti
cuando te escribo estas palabras
pienso también en otros hombres.


Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones.


Entonces siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.


Nunca te entregues ni apartes
junto al camino nunca digas
no puedo más y aquí me quedo.


La vida es bella tú verás
como a pesar de los pesares
tendrás amor tendrás amigos.


Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es 
será todo tu patrimonio.


Perdóname no sé decirte 
nada más pero tú comprende
que yo aún estoy en el camino.


Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso.

Palabras para Julia.

José Manuel Caballero Bonald.


Solícito el silencio se desliza
por la mesa nocturna,
rebasa el irrisorio contenido del vaso.
No beberé ya más hasta más tarde. 
Otra vez soy el tiempo que me queda.
Detrás de la penumbra 
yace un cuerpo desnudo
y hay un chorro de música insidiosa
disgregando las burbujas del vidrio.
Tan distante como mi juventud,
pernocta entre los muebles el amorfo,
el tenaz y oxidado material del deseo.
Qué aviso más penúltimo
amagando en las puertas,
los grifos, las cortinas.
Qué terror de repente de los timbres.
La botella vacía se parece a mi alma.
Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
 entra la noche.

La botella vacía se parece a mi alma.

Jaime Gil de Biedma.


Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
 a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería 
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir, 
es el único argumento de la obra.

No volveré a ser joven.

Luis Martín Santos.



¡Desdichados los que no servimos para el éxtasis! ¿Quién nos auxiliará? ¿Cómo haremos para penetrar en las más avanzadas y recónditas y profundas de las Moradas donde nos es preciso habitar?

                 Fragmento de Tiempo de silencio.

Juan Benet.


Es un viaje tan solitario que nadie -ni en Región ni en Bocentellas ni en el Puente de Doña Cautiva ni siquiera en la torre de la iglesia de El Salvador- habla de él aun cuando todos saben que raro es el año que el monte no cobra su tributo humano: ese excéntrico extranjero que llega a Región con un coche atestado de bultos y aparatos científicos o el desventurado e inconsciente cazador que por seguir un rastro o recuperar la gorra arrebatada por el viento va a toparse con esa tumba recién abierta por el anciano guardián, que aún conserva el aroma de la tierra oreada y el fondo encharcado de agua.

                   Fragmento de Volverás a Región.

Eduardo Mendoza.


Lepprince era listo y, sobre todo, hábil: pronto se granjeó la confianza de Savolta, cuya salud se deterioraba a pasos agigantados. Es posible incluso que el magnate, inconscientemente, se dejara impresionar por la elegancia, maneras y aposturas del francés, en quien veía quizá, un sucesor idóneo de su imperio comercial y de su estirpe, pues, como es sabido, Savolta sólo tenía una hija y en edad de merecer. Así fue como Lepprince se convirtió en el valido de Savolta y obtuvo sobre los asuntos de la empresa un poder ilimitado. de haberse conformado con seguir la corriente de los acontecimientos, Lepprince se habría casado con la hija de Savolta y en su momento habría heredado la empresa de su suegro. Pero Lepprince no podía esperar: su ambición era desmedida y el tiempo, su enemigo; tenía que actuar rápidamente si no quería que por azar se descubriera la superchería de su falsa personalidad y se truncara su carrera.

Fragmento de La verdad sobre el caso Savolta.

Juan José Millás.


Si los miedosos fundáramos una nación, dado que la valentía es una de las manifestaciones del pánico, sería la más valiente de la Tierra. El intercambio de orden cultural y genético entre los que tienen miedo y los que no da lugar a sociedades monocordes, en las que no siempre se distingue con precisión el desasosiego crónico del bienestar común. En un vagón de metro en hora punta, resulta imposible diferenciar a los miedosos de los valientes, igual que en la planta de caballeros de El Corte Inglés no hay manera de saber quién es el empleado y quién el cliente. Tú mismo, a veces, dudas de si has ido a comprar o a ganarte la vida. Un día, una señora me preguntó si la podía atender y le respondí que sí por miedo a perder el trabajo (quería calzoncillos para su marido). Significa que las personas con miedo somos tan amables que deberíamos formar parte de la plantilla fija de la realidad. No sé si existe esta figura laboral, porque en la realidad todos somos temporales, pero debería crearse alguna excepción para casos como el mío. A mí se me acerca un ciego para que le ayude a cruzar la calle y antes de llegar a la otra acera no hay forma de saber quién es el que ayuda a quién. El otro día paré un taxi y acabé conduciéndolo yo porque el taxista tenía jaqueca y me hice cargo. El miedoso está tomándose un agua (sin gas, claro) tranquilamente (es un decir, nunca estamos tranquilos) y sufre por ese crío cuyos padres charlan en la barra del bar y que está a punto de pillarse los dedos con la puerta. En realidad, si no se los pilla es porque estamos los miedosos al quite sin que nadie lo advierta. Somos supermanes oscuros, sin relieve, anónimos, pero las urgencias hospitalarias, sin nosotros, estarían aún más colapsadas.

                                                    Nosotros.

Juan Marsé.


Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago. Cuelgan las brillantes espirales de las serpentinas desde balcones y faroles cuya luz amarillenta, más indiferente aún que las estrellas, cae en polvo extenuado sobre la gruesa alfombra de confeti que ha puesto la calle como un paisaje nevado. Una ligera brisa estremece el techo de papelitos y le arranca un rumor fresco de cañaveral.

Fragmento de Últimas tardes con Teresa.

Gloria Fuertes.


Ya ves qué tontería,
me gusta escribir tu nombre,
llenar papeles con tu nombre,
llenar el aire con tu nombre;
decir a los niños tu nombre,
escribir a mi padre muerto
y contarle que te llamas así.
Me creo que siempre que lo digo me oyes.
Me creo que da buena suerte.
Voy por las calles tan contenta
y no llevo encima más que tu nombre.

Ya ves qué tontería.

Jose Luis San Pedro.



¡INDIGNAOS! Luchad, para salvar los logros democráticos basados en valores éticos, de justicia y libertad prometidos tras la dolorosa lección de la segunda guerra mundial. Para distinguir entre opinión pública y opinión mediática, para no sucumbir al engaño propagandístico. «Los medios de comunicación están en manos de la gente pudiente», señala Hessel. Y yo añado: ¿quién es la gente pudiente? Los que se han apoderado de lo que es de todos. Y como es de todos, es nuestro derecho y nuestro deber recuperarlo al servicio de nuestra libertad. 

Fragmento del prólogo que escribe Jose Luis Sampedro al ensayo de Sthéphane Hessel titulado ¡Indignaos!


Carmen Martín Gaite.


Es bien sabida que la relación apasionada del lector con determinados libros, ésos que dejan huella especial en él y remueven su pensamiento y su fantasía disparándolos hacia derroteros inesperados, está condicionada por las circunstancias personales que rodean al encuentro. De hecho, conocemos a muchos lectores que antes de recomendar un libro que les ha impresionado, nos cuentan con deleite la historia de cómo se toparon con él, la historia ya ligada de forma inseparable a los comentarios provocados por su lectura. (...) Notan que les ha pasado algo diferente, que han descubierto la voz de un amigo nuevo y al mismo tiempo de toda la vida. Pero, más que nada, que les habla directamente, que les ha llovido desde no se sabe dónde para sacudir la apatía y quebrar la soledad de unas horas desaprovechadas, átonas, sin horizonte.

                                                Fragmento de Desde la ventana.

Josefina Aldecoa.


Contar mi vida... No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió... 

                  Fragmento de Historia de una maestra.

Agustín García Calvo.


Libre te quiero,
como arroyo que brinca
de peña en peña.
Pero no mía.

Grande te quiero,
como monte preñado 
de primavera.
Pero no mía.

Buena te quiero,
como pan que no sabe 
su masa buena.
Pero no mía.

Alta te quiero,
como chopo que al cielo
se despereza.
Pero no mía.

Blanca te quiero,
como flor de azahares
sobre la tierra.
Pero no mía.

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.

Libre te quiero.

Manuel Vázquez Montalbán.


Para aquel hombre alto, moreno, treintañero, algo desaliñado a pesar de llevar ropas caras de sastrería del Ensanche, pasear morosamente entre los puestos era una de las escasas juergas que permitía a su espíritu cada tarde que abandonaba los barrios de Charo para volver a su madriguera, en las laderas del monte que preside la ciudad.

Fragmento de Tatuaje.

Ana María Matute.


Pobre niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas a la ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado, amarillo. Vino el hombre que curaba, detrás de sus gafas. "El mar -dijo-; el mar, el mar". Todo el mundo empezó a hacer maletas y a hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niño se figuró que el mar era como estar dentro de una caracola grandísima, llena de rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un largo eco. Creía que el mar era alto y verde.
Pero cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era allí! "Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta donde me llega el mar".
Él, que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.
"¡Voy a ver hasta dónde me llega el mar!". Y anduvo, anduvo, anduvo. El mar, ¡qué cosa rara, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar, verdaderamente, era alto y verde.
Pero los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a llorar a gritos, y decían: "¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran desgracia!

El mar

Antonio Muñoz Molina.


El invierno y el miedo, la presencia del crimen, habían caído sobre la ciudad con un escalofrío simultáneo, con un sobrecogimiento de calles silenciosas y desiertas al anochecer, batidas por una lluvia fría y por un viento grávido de olores a tierra que en el curso de una o dos noches derribó todas las hojas de los plátanos y los castaños, secas desde antes del verano por culpa de la larga sequía. De nuevo había hojas oscuras y empapadas en el pavimento de las plazas, de nuevo se escuchaba el agua en los canalones de cinc y hacía falta salir a la calle con abrigo y paraguas y comprarles a los niños impermeables y botas de goma. La lluvia tan necesitada vino al mismo tiempo que los anocheceres tempranos de octubre y que la noticia, y el tránsito de la estación sorprendió a la ciudad como la salida de un túnel al final del cual apareciera un paisaje desconocido.

                                    Fragmento de Plenilunio.

Almudena Grandes.


Aunque no estuviera dispuesto a admitir ese verbo ni siquiera mientras hablaba consigo mismo, caminaba a solas por una playa desierta, Juan Olmedo había salido huyendo de Madrid. Incluso eso lo había hecho por Tamara, pensando principalmente en ella, y sin embargo, aquella noche, la segunda de todo lo que le quedaba por pasar, presintió que él mismo aprendería a disfrutar antes que la niña de las ventajas de aquel lugar, y dejó de pesarle la idea de tener que coger el coche cada día para recorrer treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, siempre pendiente de los horarios del autobús de Alfonso. Esa repentina conformidad con el inconveniente más rutinario de su futuro inmediato atenuó la inquietud que le inspiraban conflictos mucho más graves, como si el placer de caminar solo por las tardes, al borde del mar, fuera en sí mismo una promesa de armonía capaz de disolver todas sus dudas, y cuando giró sobre sus talones para regresar a casa estaba de mucho mejor humor.

      Fragmento de Los aires difíciles.

Luis García Montero.


Señor compañero, Señor de las noche,
haz que vuelva su rostro
quien no quiso mirarme.

Que sus ojos me busquen 
sostenidos y azules
por detrás de la barra.

Que pregunte mi nombre 
y se acerque despacio 
a pedirme tabaco.

Si prefiere quedarse
haz que todos se vayan
y este bar se despueble
para dejarnos solos
con la canción más lenta.


Si decide marcharse 
que la luna disponga 
su luz en nuestro beso
y que las calles sepan 
también dejarnos solos.

Señor compañero, Señor de la noche,
haz que no cante el gallo
sobre los edificios,
que se retrase el día

y que duren tus sombras 
el tiempo necesario.

El tiempo que ella tarde en decidirse.

Francisco Umbral.


Si la minifalda es un lenguaje, la minifalda es un signo y un generador de lenguajes. Según los últimos boletines de la moda (nuestras madres decían "figurines"), la minifalda tiene más futuro que pasado. La minifalda, sí, genera un nuevo lenguaje del cuerpo femenino, pues que obliga a la mujer a distintas actitudes, posturas, opciones, según que pretenda mostrar u ocultar cosas mediante la minifalda. El pudor es un concepto en desuso, un concepto burgués que escandalizaría a Sartre, pero debemos decir que el pudor/impudor no está nunca en la prenda, sino en quien la lleva. (Quede esto al margen de extemporáneas consideraciones morales.) La clámide era austera u obscena según y cómo (en mujeres y hombres). Las heroínas de La Regenta pueden ser impúdicas con polisón, hacer del polisón una impudicia, y cualquier obrera adolescente de Vallecas puede quedar inocente y natural con la minifalda vaquera. El pudor (ese revés del afán exhibicionista de la especie) no es una tendencia de los modistos, sino una tendencia del ser humano.
La impudicia femenina genera lenguajes sexuales y la impudicia masculina genera lenguajes de poder o violencia. Patadas en los ijares, que más o menos diría mi entrañable y asombroso Manuel Vicent. Toda prenda, nueva o habitual, no es resultado de una conducta social, sino que la impone. la genera. A uno le basta con ponerse corbata para ser más fino con las damas y más elogioso con los caballeros. (Y perdón por el perfume burgués de todo el lenguaje de esta columna.) A ellas les basta con ponerse la minifalda para ser más ellas.
La minifalda, en principio, alarga las piernas de todas las mujeres, es un beneficio general y, por tanto, democrático. Pero el lenguaje último de la minifalda, su sintaxis hermética reside, claro, en las profundidades. La mujer, gracias a la minifalda, es dueña de mostrar u ocultar el triángulo mortal de la lencería secreta. La fascinación de la mini no está en su brevedad, sino en que es una frontera movible. A las heroínas de Galdós y de Sancha les bastaba con mostrar o no mostrar un tobillo al subirse al tranvía de mulas. El tobillo era el muslo de 1900. Quiere decirse que la minifalda, como la democracia, permite a cada una hacer lo que quiera con su cuerpo (ahora hay o ha habido en Madrid un curso sobre el cuerpo, nietzscheano tema del milenio, con Baudrillard, Verdú, Sontag, Barnes, Juan Cruz y más personal en el Círculo de Bellas Artes). Y no sólo a la mujer, sino también al hombre, porque, cuando ella lo muestra todo, a uno le queda la libertad de mirar o no mirar. De modo que la minifalda no sólo las emancipa a ellas, pero también a nosotros. (...) La minifalda libera el discurso del cuerpo. Pero la española ha luchado tanto por su libertad que ya ni siquiera necesita abanderarse con una minifalda. Podría, sin perder terreno, hasta volver al polisón.

Fragmento de Minifaldas.

Julio Llamazares.


La nieve está en mi corazón como el silencio en las habitaciones delos balnearios: densa y profunda,
indestructible.

La nieve está en mi corazón como la hiedra de la muerte en las habitaciones donde nacimos.

Y el tiempo huye de mí como un crujido dulce de zarzales.

Nieva implacablemente sobre los páramos de mi memoria. Es ya noche entre los blancos cercados.

Cuando amanezca, será ya siempre invierno.

La nieve está en mi corazón.

Adelaida García Morales.


Temo que tú nunca me puedas amar.

Fragmento de El silencio de las sirenas.


Javier Marías.


España es un país que habla demasiado, y algo está muy podrido cuando esa locuacidad, tanto pública como privada, tiene como principal objeto denigrar, calumniar y escarnecer al público. En contra de las loas que desde hace años se vienen haciendo del periodismo -sobre todo por parte de los periodistas- , a menudo pienso que es una profesión servil y subalterna y frustrante; los hay de muchas clases, pero una buena cantidad de ellos, analistas políticos y cronistas del corazón por ejemplo, dan la impresión de pasarse la vida a la triste espera de lo que hagan o digan quienes constituyen su materia prima, para glosarlo, interpretarlo, comentarlo, criticarlo, alabarlo, tergiversarlo o envenenarlo. Principalmente las dos últimas cosas en estos tiempos.
Es difícil saber si la prensa contagia a la población o es a la inversa. Tanto da, a estas alturas. Lo cierto es que también las conversaciones privadas de nuestra sociedad están llenas de nombres y de mala sangre. El cúmulo de vilezas atribuidas que uno escucha a lo largo del año- sea por radio, televisión, en el bar de la esquina o en la oficina- es tal que se acaba teniendo la sensación de que no hay cosa buena ni persona aceptable en el mundo. Por suerte, el exceso tiñe a menudo de inverosimilitud los despellejamientos, pero a la vez hay tantos que sería imposible desmentirlos todos o darlos por falsos. Y aquí viene lo peor o más grave: en virtud de esa maledicencia ambiente contra la que no se puede luchar más que con la incredulidad a ultranza, la mera sospecha se está convirtiendo en nuestra sociedad en el equivalente de una condena en firme.
Lo cierto es que la prensa y la gente dicen lo que se les ocurre, con mala intención o irresponsabilidad y ligereza, y las acusaciones prosperan. A lo largo de los últimos años me han llegado variadas y asombrosas noticias sobre mí mismo: sobre mi carácter, mis costumbres, mis ideas, mis amistades, mi sexualidad incluso. Menos mal que la propia contradicción de las noticias suelen invalidarlas todas. Pero no todo el mundo -público o privado- tiene la misma suerte: a veces la falacia propalada es sólo una y se repite y reitera de boca en boca hasta hacerle la vida imposible a quien la padece. Es una de las maneras más crueles y eficaces de destruir a alguien, y este país parece dedicado hoy a destruirse en cuerpo y alma.

Enrique Vila Matas.


El amor, está claro, es el único sentimiento que introduce la idea del otro, el único que nos permite escapar de la trampa de la identidad propia, de lo neuróticamente abocado a uno mismo. ¿Será verdad  que uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única? Aquí no sabría qué decir. ¿Y es cierto que sólo nos atraen las historias de amor infelices? A esto puedo responder que es un tópico que desmontan novelas como Ada o el ardor, de Navokov, donde sin cesar los enamorados son inteligentes y, encima, desenfrenadamente felices, y nosotros leemos la historia con notable entusiasmo. 
                                                                         Fragmento de Del amor.