Nacho Vegas

"Tracé un ambicioso plan, consistía en sobrevivir". NACHO VEGAS.

martes, 2 de diciembre de 2014

HEROÍNAS

Libre te quiero,
como arroyo que brinca 
de peña en peña.
Pero no mía. (...)

Pero no mía
ni de Dios ni de nadie
ni tuya siquiera.  
Libre te quiero, Agustín García Calvo.




Medea

Vengadora.





Atalanta

Veloz.



Sherezade

Fabulista.






María Magdalena


Pecadora.





Melibea


Egoísta.





Areúsa
Marxista.





Carlota

Idealizada.





Margarita Gautier

Febril.




Carmen

Desafiante.





Doña Inés

Devota.





Emma Bovary

Hombruna.





Ana Ozores


Sola entre la multitud.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo. 
La Regenta, Clarín.





Fortunata


Salvaje.





Amparo


Mordida.





Tristana

Valiente.





Benina


Desamparada.





Marianela


Hecha un ovillo.





Anna Karenina

Desesperada.





Clara Aldán


Pura.





Elizabeth Bennet


Orgullosa.



Elinor Dashwood 

Sensata.



Marianne Dashwood

Sensible.



Emma
Impertinente.



Margaret Hale


Altiva.





Catherine


A veces odiosa.





Jane

Libre.





Dorothea Broke


Cohibida.





Natasha


Vital.





¿?


Solícita.





Escarlata O´hara

Poderosa.





Lolita

Maliciosa.



Andrea


A tientas en la oscuridad.



Tessa Quayle
Valiente.




Lisbeth Salander

Transgresora.




Catherine Land

Enmascarada.

domingo, 23 de noviembre de 2014

JOYAS.





SEGÚN DON AMOR ESTA ES LA DESCRIPCIÓN DE LA MUJER PERFECTA.

Si quieres amar dueña o cualquier mujer,

muchas cosas habrás primero de aprender;

para que ella te quiera en amor acoger,

sabe primeramente la mujer escoger.




Cata mujer hermosa, donosa y lozana,

que no sea muy larga ni tampoco enana;

si pudieses no quiera amar mujer villana,

que de amor no sabe es como bausana.




Busca mujer de talla, de cabeza pequeña;

cabellos amarillos, no sean de alheña,

las cejas apartadas, largas, altas en peña;

angosta de cabellos: ésta es talla de dueña.




Ojos grandes, someros, pintados, relucientes,

y de largas pestañas, bien claras, prescientes;

las orejas pequeñas, delgadas; páral mientes

si ha el cuello alto: atal quieren las gentes.




La nariz afilada, los dientes menudillos,

iguales y bien blancos, un poco apartadillos;

las encías bermejas, los dientes agudillos.




La su boca pequeña, así de buena guisa;

la su faz sea blanca, sin pelos, clara y lisa.

consigue tener mujer que la vea sin camisa,

que la talla del cuerpo te dirá: esto aguisa.




En la cama muy loca, en la casa muy cuerda:

no olvides tal dueña, mas de ella te acuerda.

Esto que te castigo con Ovidio concuerda,

y para aquella cata la fina avancuerda.


El Libro del buen amor, Arcipreste de Hita.




CALISTO DESCRIBE A MELIBEA.

Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no respladecen menos. Su largura hasta el postrero asiento de sus pies, después peinados y atados con la ligera cuerda, como ella se los pone, no ha más menester para convertir los hombres en piedras.


(...) Los ojos verdes rasgados, las pestaña largas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labios colorados y grosezuelos, el torno del rostro poco más largo que redondo, el pecho alto, la redondez y forma de las pequeñas tetas, ¿Quién te la podría figurar? ¡que se despereza el hombre cuando las mira! La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada cual ella la escogió para sí.

(...) Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos largos, las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas. Aquella proporción que ver yo no pude, no sin duda por el bulto de fuera juzgo incomparablemente ser mejor que la que Paris juzgó entre las tres diosas.

                                                                                   La Celestina, Fernando de Rojas.





DESCRIPCIÓN DEL ENDRIAGO.

Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima había conchas, sobrepuestas unas sobre otras, tan fuertes, que ningún arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy gruesos y recios, y encima de los hombros había alas tan grandes que hasta los pies le cubrían y no de plumas, mas de un pelo negro como la pez luciente, velloso, tan fuerte, que ningún arma las podía traspasar, con las cuales se cubría como hiciese un hombre con un escudo; y debajo de ellas le salían brazos muy fuertes, así como de león, todos cubiertos de conchas más menudas que las del cuerpo, y las manos tenía de hechura de águila, con cinco dedos, y las uñas tan fuertes y tan grandes que en el mundo no podía ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase, que luego no fuese deshecha. Dientes tenía dos en cada una de las quijadas, tan fuertes y tan largos que de la boca un codo le salían, y los ojos grandes y redondos, muy bermejos, como brasas; así que de muy lejos, siendo la noche, eran vistos y todas las gentes huían de él. Saltaba y corría tan ligero, que no había venado que por pies se le pudiese escapar; comía y bebía pocas veces, y en algunos tiempos ninguna; toda su holganza era matar hombres y las otras animalías vivas y cuando fallaba, leones y osos que algo se le defendían, tomaba muy sañudo y echaba por sus narices un humo tan espantable que semejaba llamas de fuego, e daba unas voces roncas, espantosas de oír; así que todas las cosas vivas huían ante él como ante la muerte; olía tan mal que no había cosa que no empozoñase. Era tan espantoso cuando sacudía las conchas unas con otras, y hacía crujir los dientes y las alas, que no parecía sino que la tierra hacía estremecer.

                                                                Amadís de Gaula, Garcí Rodríguez de Montalbo.





DESCRIPCIÓN IDEALIZADA DE LA MUJER

En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena;

y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto,
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena:

(...)

Soneto XXIII, Garcilaso de la Vega.




DESCRIPCIÓN DE ALONSO DE QUIJANA.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte, calzas de velludura las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballería con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aún la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; (...)

                                                                            Don Quijote de la Mancha, Cervantes.




DESCRIPCIÓN DEL LICENCIADO CABRA

Él era un clérigo de cerbatana, largo solo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros, que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los güesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética; la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese; cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de que color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra, y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana mísera y corta, lacayuelo de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues su aposento, aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.

                                                                                                   El buscón, Quevedo.



DESCRIPCIÓN DE FORTUNATA Y PRIMER ENCUENTRO DE LOS QUE SERÁN AMANTES

Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta y, lo que es natural miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada y vio algo que de pronto le impresionó, una mujer bonita, joven, alta... Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro en la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín, se infló con él, quiero decir, que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
-¿Vive aquí -le preguntó- el señor de Estupiñá?
-¿Don Plácido?... en lo más último de arriba, -contestó la joven, dando algunos pasos hacia fuera.
Y Juanito pensó:"Tú sales para que te vea el pie. Buena bota"...Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se debordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo-. Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes.Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no, le repugnaban los huevos crudos.  
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo, y Juanito discurriendo por donde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo: "¡Fortunataaá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yiá voy con chillido tan penetrante que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. El yiá principalmente sonó como la vibración agudísima de hoja de acero al deslizarse sobre otra. Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra y creyó que se mataba. Todo quedó al fin en silencio, y de nuevo emprendió el joven su ascensión penosa.

                                                                                        Fortunata y Jacinta, Galdós.





DESCRIPCIÓN DE VETUSTA

La heroica ciudad dormía la siesta. El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia al norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegados a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderada por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza, sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

                                                                                                     La Regenta, Clarín.





DESCRIPCIÓN DE PLATERO

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón; que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas… Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
- Tien´asero…
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.

                                                                                Platero y yo, Juan Ramón Jiménez.





DESCRIPCIÓN DE LA PRIMAVERA

En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos. Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan son los pájaros.

Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡Libre concierto de picos, fresco y sin fin! La golondrina riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo; silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego la oropéndola charla, de chaparro en chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.

¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa- ya dentro, ya fuera-, en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y buena.

Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz, que fuese el interior de una inmensa y cálida rosa encendida.

                                                                                Platero y yo, Juan Ramón Jiménez.


DESCRIPCIÓN DEL INVIERNO

Las tardes de enero.

Va cayendo la noche: la bruma
ha bajado a los montes el cielo;
una lluvia menuda y monótona
humedece los árboles secos.

El rumor de sus gotas penetra
hasta el fondo sagrado del pecho,
donde el alma dulcísima esconde
su perfume de amor y recuerdos.

¡Cómo cae la bruma en el alma!
¡Qué tristeza de vagos misterios
en sus nieblas heladas esconden
estas tardes sin sol ni luceros!

En las tardes de rosas y brisas,
los dolores se olvidan, riendo,
y las penas glaciales se ocultan
tras los ojos radiantes del fuego.

Cuando el frío desciende a la tierra,
inundando las frentes de invierno,
se reflejan las almas marchitas
a través de los pálidos cuerpos.

Y hay un algo de pena insondable
en los ojos sin lumbre de cielo,
y las largas miradas se pierden
en la nada sin fe de los sueños.

La nostalgia tristísima arroja
en las almas su amargo silencio,
y los niños se duermen soñando
con ladrones y lobos hambrientos.

Los jardines se mueren de frío;
en sus largos caminos desiertos
no hay rosales cubiertos de rosas,
no hay sonrisas, suspiros ni besos.

¡Cómo cae la bruma en el alma
perfumada de amor y recuerdos!
¡Cuántas almas se van de la vida 
estas tardes sin sol ni luceros!

Rimas, Juan Ramón Jiménez. 
                         




DESCRIPCIÓN DE LA MADRE DE PASCUAL DUARTE

Mi madre, al revés que mi padre, no era gruesa, aunque andaba muy bien de estatura; era larga y chupada y no tenía aspecto de buena salud, sino que, por el contrario, tenía la tez cetrina y las mejillas hondas y toda la presencia o de estar tísica o de no andarle muy lejos; era también desabrida y violenta, tenía un humor que se daba a todos los diablos y un lenguaje en la boca que Dios le haya perdonado porque blasfemaba las peores cosas a cada momento y por los más débiles motivos. Vestía siempre de luto y era poco amiga del agua, tan poco que si he de decir la verdad, en todos los años de su vida que yo conocí, no la vi lavarse mas que en una ocasión en que mi padre la llamó borracha y ella quiso como demostrarle que no le daba miedo el agua. El vino en cambio ya no le disgustaba tanto, y siempre que apañaba algunas perras o que le rebuscaba el chaleco al marido, me mandaba a la taberna por una frasca que escondía, porque no se la encontrase mi padre debajo de la cama.

                                                             La familia de Pascual Duarte, Camilo José Cela.




DESCRIPCIÓN DE UN CADÁVER.

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados los dientes manchados e irregulares. Veo que tiene la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tiene los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre; ansiosos y desorbitados y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea.

                                                                               Hojarasca, Gabriel García Márquez.


RETRATO DE MIGUEL HERNÁNDEZ.

En una cárcel de su pueblo natal, Orihuela, ha muerto Miguel Hernández. Ha muerto solo, en una España hostil, enemiga de la España en que vivió su juventud, adversaria de la España que soñó su generosidad. Que otros maldigan a sus victimarios; que otros analicen y estudien su poesía. Yo quiero recordarlo.
Lo conocí cantando canciones populares españolas, en 1937. Poseía voz de bajo, un poco cerril, un poco animal inocente: sonaba a campo, a eco grave repetido por los valles, a piedra cayendo en un barranco. Tenía ojos oscuros de avellano, limpios, sin nada retorcido o intelectual; la boca, como las manos y el corazón, era grande y, como ellos, simple y jugosa, hecha de barro por unas manos puras y torpes; de mediana estatura, más bien robusto, era ágil, con la agilidad reposada de la sangre y los músculos, con la gravedad ágil de lo terrestre: se veía que era más prójimo de los potros serios y de los novillos melancólicos que de aquellos atormentados intelectuales compañeros suyos; llevaba la cabeza casi rapada y usaba pantalones de pana y alpargatas: parecía un soldado o un campesino. En aquella sala de un hotel de Valencia, llena de humo, de vanidad y, también, de pasión verdadera, Miguel Hernández cantaba con su voz de bajo y su cantar era como si todos los árboles cantaran. Como si un solo árbol, el árbol de una España naciente y milenaria, empezara a cantar de nuevo sus canciones. Ni chopo, ni olivo, ni encina, ni manzano, ni naranjo, sino todos ellos juntos, fundidas sus savias, sus aromas y sus hojas en ese árbol de carne y voz. Imposible recordarlo con palabras; más que en la memoria, “en el sabor del tiempo queda escrito”.
Después lo oí recitar poemas de amor y de guerra. A través de los versos –y no sabría decir ahora cómo eran o qué decían esos versos–, como a través de una cortina de luz lujosa, se oía mugir y gemir, se oía agonizar a un animal tierno y poderoso, un toro quizá, muerto en la tarde, alzando los ojos asombrados hacia unos impasibles espectadores de humo. Y ya no quisiera recordarlo más, ahora que tanto lo recuerdo. Sé que fuimos amigos; que caminamos por Madrid en ruinas y por Valencia, de noche, junto al mar o por las callejuelas intrincadas; sé que le gustaba trepar a los árboles y comer sandías, en tabernas de soldados; sé que después lo vi en París y que su presencia fue como una ráfaga de sol, de pan, en la ciudad negra. Lo recuerdo todo, pero no quisiera recordarlo…
Las peras del olmo, Octavio Paz.



  

miércoles, 19 de noviembre de 2014

HORIZONTES POR DESCUBRIR.




Thornfield Hall. Jane Eyre.
¿Qué se esconde en lo más alto?




Narnia. Las crónicas de Narnia.
El mapa de la fantasía.





Macondo. Cien años de soledad.
La estirpe Buendía.




Manderley. Rebeca.
"Anoche soñé que volvía a Manderley..." Maurier.




Vetusta. La Regenta.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La Regenta, Clarín.




Hogwarts. Harry Potter.
Todo empieza con una cicatriz en forma de rayo.




El jardín del Edén. La Biblia.
¿Probaríamos otra vez?




La Atlántida. Diálogos Timeo y Critias.
Delante de las columnas de Hércules...





Metrópolis. Superman.
El oficinista gafotas.



El páramo de Yorkshire. Cumbres borrascosas.
A través del viento, en la noche, se escucha ulular a Catherine desesperada.





Camelot. El ciclo artúrico.
La ciudad dorada.





Mordor. El señor de los anillos.
El mal nunca descansa. 





Eurasia. 1984.
El ojo que todo lo ve.




Rivendel. El señor de los anillos.
Con sus habitantes de orejas puntiagudas.





Gotham. Batman.
Bajo la mirada del murciélago.





El Infierno.La divina comedia.
Con Dante como cicerone.




Comala. Pedro Páramo.
El calor en el tiempo.




Oz. El mago de Oz.
¡Cuidado! No te alejes del camino.




El Olimpo. Las Metamorfosis.
Un sinfín de pasiones.




El País de nunca jamás. Petter Pam.
Bajo el agua se esconde un cocodrilo.





El país de las Maravillas. Alicia en el país de las maravillas.
El mundo está lleno de sombrereros locos.





Fantasia. La historia interminable.
Fujur, el dragón amigo.